jueves, 27 de junio de 2013

Un futuro sin más (IV): Paisaje de hombre con guerra al fondo



[Las personas y situaciones que aparecen en este relato son completamente ficticias. Cualquier parecido con personas o hechos reales será siempre mera coincidencia]

[Capítulos anteriores de este relato: primero, segundo y tercero]

Cuando la República invadió el país natal de Jan Palermo y de David Ros, bajo el comando de este último, el plan era tomar las antiguas zonas industriales que se suponía que eran ricas en reactivos químicos. La tremenda superioridad mecánica de la República y el agotamiento físico e intelectual del país invadido hizo que el plan inicial fuera ampliado y así en un par de meses todo aquel lugar fue sometido. Siguiendo el plan de David, el país fue arrasado, y la destrucción se centró sobre todo en la poca capacidad industrial remanente; al sumir al país en la Edad Media la República eliminaba por muchos años la posibilidad de que pudiera competir con ella por el consumo de aquellos valiosos recursos.

En su exilio en la pequeña nación montañosa, Jan recibía los ecos de aquella locura con gran preocupación. Sabía que cuando acabaran con los recursos de ese país los ojos y los colmillos de la República se volverían hacia otras naciones; quizá por eso la protesta internacional contra la República había sido muy tibia, con aquel tono de voz suave que modula el miedo.

Pero Jan tenía también otras preocupaciones a más corto plazo: estaba buscando trabajo. Sus ahorros le habían permitido vivir unos meses sin problemas, y quizá podría estar varios años sin trabajar, pero a la larga se le agotarían bastante antes que su vida terminase - "Es curioso: no hace tanto no hubiera creído que iba a vivir más que mis ahorros", pensaba.

A fuerza de insistir y tras compilar tantos méritos como pudo recuperar de las bibliotecas técnicas que en aquel país aún se respetaban había conseguido que se tomara en cuenta su dossier y se le entrevistara en la Universidad Técnica, una de las de más prestigio del mundo (aunque devaluaba un tanto ese escalafón el hecho de que en el mundo que quedaban ya pocas universidades que merecieran ese nombre). La entrevista se pareció más a una oposición, con un tribunal formado por cinco reputados investigadores. El presidente del tribunal era el profesor Wilhem Strauss, hombre ya mayor y enjuto pero de mirada feroz y talante implacable. Durante la entrevista todos los miembros del tribunal le hicieron multitud de preguntas de enunciado sencillo y respuesta compleja. Gracias a su trabajo en el CIET Jan había conseguido mantener un nivel técnico muy elevado y pudo responder tantas cuestiones como le fueron planteando, incluso algunas veces yendo más allá de los conocimientos del propio tribunal -excepto de los de Strauss, quien era una auténtica eminencia.  Al final la entrevista de evaluación se convirtió en un duelo entre Palermo y Strauss; todos los demás miembros del tribunal se dieron por satisfechos tras una hora de examen, pero el profesor Strauss aún estuvo preguntándole durante dos interminables horas más. Palermo no se dejó arredrar por Strauss, ni siquiera cuando éste le preguntó sobre la base real del funcionamiento de los tremogeneradores. Sabiendo que quizá la República tenía oídos en esa sala explicó que tenía un compromiso por escrito que no le permitía divulgar esos detalles, a lo que Strauss le preguntó directamente por qué necesitaban tanto magnesio metálico. Palermo le contestó que quizá Strauss comprendía mejor el funcionamiento de toda aquella maquinaria de lo que lo hacía la República. La mirada de Palermo a Strauss fue lo suficientemente significativa para que los dos hombres se entendieran sin necesidad de más palabras, y Strauss dió por concluida la entrevista. Le pidieron que por favor esperase en una sala anexa.

Las deliberaciones no duraron más que media hora, al cabo de las cuales el profesor Strauss fue a buscar a Jan Palermo.

- Mis colegas y yo estamos de acuerdo sobre su calidad científica, aunque no sobre su calidad personal - le dijo Strauss mientras entraba en la habitación.

Jan no dijo nada. Estaba claro qué pensaban unos y otros.

- En fin - añadió el profesor Strauss -no siempre el criterio de un viejo profesor de esta universidad técnica se tiene en cuenta, así que la junta de evaluación ha estado de acuerdo en que su nivel es tan alto que merece la pena contratarle.

Jan no pudo evitar expirar el aire de sus pulmones con cierta fuerza.

- No respire tan aliviado, profesor Palermo - le dijo Strauss; le despreciaría, pero respetaba su cualificación - aquí no podrá repetir el truquito de usar reactivos químicos en reacciones muy exoenergéticas mientras hace creer a todos que aprovecha no sé qué quimérica "energía libre".

Jan se maravilló de que en aquellos años tan oscuros aun quedase alguien lo suficientemente inteligente para, con unos pocos datos, fuese capaz de comprender la verdad.

- No es tan asombroso que me haya dado cuenta, no ponga esa cara - continúo Strauss - es todo mera estequiometría. La República importa magnesio sobre todo, y también algunos otros metales reactivos, y he visto que últimamente exportan bastante leche de magnesia como medicamento, qué noble es su República - lo dijo sin ápice de ironía, aunque evidentemente lo decía con ese sentido, y prosiguió: - Entra magnesio en sitios donde hay bastante agua y sale hidróxido de magnesio y energía. ¿Se piensa Vd. que todo el mundo es idiota?

Jan se quedó callado unos segundos, y después respondió a aquella que sin duda era la última pregunta de su evaluación.

- A principios de ese siglo algunas empresas americanas especializadas en la explotación de hidrocarburos se concertaron con firmas de intermediación financiera para promover la explotación de una fuente de energía que, prometieron, sería maravillosa y acabaría con la escasez de petróleo y gas natural a escala mundial; incluso, llegaron a decir que gracias a ella los EE.UU. volverían a exportar petróleo. Por supuesto nada de eso pasó; peor aún, la técnica de explotación fue tan agresiva que causó mucho daño ambiental tanto en superficie como en profundidad.

- El fracking - dijo el profesor Strauss, impacientándose por que le contaran una historia obvia y muy conocida.

- Efectivamente - Jan retomó rápidamente la palabra para ir ya al grano - La burbuja del fracking, desde su apogeo hasta su declive irremisible, no duró ni diez años; pero durante esos diez años hubo quien se hizo muy rico - e hizo una breve pausa para respirar - Yo no me he hecho rico con la estafa de las máquinas de Tesla, profesor Strauss. Yo diseñé los primeros prototipos, es verdad, pero porque es lo que aquellos energúmenos querían oír, y lo hice simplemente para salvar la vida. No estoy orgulloso de aquello, pero, ¿qué hubiera hecho Vd. en mi lugar? No lo sabe; no lo sabemos: Vd. ha tenido la suerte de vivir en un país que se ha mantenido civilizado, mientras que yo tuve que huir del mío para después ser extorsionado en otro. Y en cuanto les di el juguetito que querían me puse a un lado y dejé que otros - el recuerdo de David ensombrecía a un Jan fatigado del mundo - se encargaran de seguir manteniendo una falsa ilusión. Y cuando vi a dónde les llevaba su lógica depredatoria absurda huí del país con el poco de dignidad que me quedaba.

El profesor Strauss permanecía inexpresivo. No decía nada. Era imposible saber qué pensaba, aunque no parecía conmovido por el relato de Palermo.

- El caso es - prosiguió Jan - que durante estos años en la capital de la República he intentado hacer una investigación seria, para liberar a la Humanidad de esta nueva era de la oscuridad que repentinamente se nos ha echado encima. Mire, profesor Strauss: yo ya he cumplido cincuenta años y quiero volver a creer en la Ciencia, en que la Ciencia podrá ayudar al Hombre. Me gustaría morir investigando, buscando una cura para este mal de los hombres que es no saber vivir dentro de los límites de este planeta; quiero ayudar a combatir la miseria, tanto física como mental. Eso pretendo. Nada más. Y nada menos.

Por una décima de segundo el rostro impenetrable de Strauss dejó translucir una breve sonrisa, y hubo un brillo de satisfacción en sus ojos. Quizá Jan lo soñó, quizá fue real. El caso es que el profesor Strauss se volvió y de espaldas a él le dijo:

- Vaya a Administración y entregue sus papeles; comienza mañana a las 8 de la mañana - y volviendo ligeramente el rostro, para ver la expresión de Jan, añadió - como auxiliar de laboratorio.

Jan asintió. No se merecía nada mejor, y estaba agradecido que le dejasen entrar de nuevo en la Casa de la Ciencia. Por otro lado, no tenía ningún documento que acreditase su formación académica; como mucho, le podían dejar ser profesor ayudante. Ser auxiliar de laboratorio no estaba mal.

Durante los siguientes doce o trece meses, mientras la República clavaba sus afiladas garras en otras naciones (embargos comerciales un día, establecimiento de protectorados al día siguiente, y en un par de casos con invasión total), Jan se encerró en su trabajo como auxiliar de laboratorio. El trabajo que le encomendaban requería una atención minuciosa y era lento, muy lento, en ocasiones exasperantemente aburrido; pero Jan intuía la línea maestra de investigación en la cual se insertaban sus insípidas manipulaciones y por eso le gustaba el trabajo; en muchas ocasiones se maravillaba del excelente nivel técnico que había conseguido mantener esa Universidad en medio del hundimiento generalizado del conocimiento en el mundo exterior. Durante esos largos y tediosos meses los profesores y lectores con los que trabajaba le humillaban, haciéndolo ver que no valía nada o forzándole a quedarse hasta tarde limpiando y ordenando material innecesario, aunque siempre se quedaban dentro de las normas del respeto y urbanidad, a la antigua usanza se podría decir - es decir, como se hacía cuando en el mundo había leyes que velaban por el buen acuerdo y pacífica convivencia entre los seres humanos. Tales desplantes le parecían a Jan un privilegio si lo comparaba con las barbaridades que había visto durante la última década; además, se dio perfectamente cuenta de que había mucho de fingimiento en tales ademanes, que algunos de los que le injuriaban de palabra u obra le pedían perdón con los ojos, y a veces incluso en voz baja. Sin duda formaba parte del período de prueba. Al fin y al cabo si aquella Universidad le había contratado por su excelente registro como investigador no era para tenerle como auxiliar de laboratorio. Pero, a pesar de la inferior categoría para sus competencias, y a pesar de las humillaciones orquestadas por Strauss para hacerle su vida laboral más penosa, a Jan Palermo le gustaba aquel trabajo. Porque mientras durase él sería un simple subalterno, y el último en la cadena de mando, y no tendría que asumir ninguna responsabilidad. Eso le daba seguridad: la seguridad de obedecer, la seguridad de no equivocarse porque no tomaba ninguna decisión. Sabía, sin embargo, que esa comodidad de vivir ajeno a la responsabilidad no duraría para siempre, y que volverían tiempos duros de decisiones difíciles, que se intuían en la manera cada vez más atenta con la que sus colegas escuchaban sus informes técnicos sobre los experimentos en curso (Jan no podía evitar introducir discusiones más generales para contextualizar y proponer vías de mejora para las experiencias) y también por lo ominoso de la sombra que iba creciendo en las fronteras de aquel pequeño país, cada vez más rodeado por la maldad y la rapiña de una República insaciable. Así que, por extraño que pueda parecer, Jan se tomó aquel período como unas largas vacaciones, las únicas que tendría en el resto de su vida.


Estaba preparando el instrumental para el experimento del día cuando Strauss en persona apareció en el laboratorio - raramente lo pisaba - y le pidió que le acompañase a su despacho. Jan replicó que tenía que acabar de preparar el material, pero Strauss le dijo que eso ya no sería necesario, e hizo una indicación a otro auxiliar para que continuara la preparación. Jan bajó la cabeza y no dijo nada, y siguió a Strauss como un condenado a muerte sube hacia el cadalso. El profesor Wilhem Strauss no era el director de aquel departamento universitario, pero lo había sido durante mucho tiempo y su palabra era más que tenida en cuenta en las deliberaciones internas - la única excepción en años, según le comentaron a Jan, había sido precisamente su contratación. Y justamente porque Jan era la piedra en el zapato de Strauss no le pareció sorprendente que éste se reservara el placer culpable de comunicarle su despido.

Al llegar a su despacho Strauss le pidió amablemente que se sentara. A Jan nunca le había gustado la parafernalia de los despidos; en sus últimos años en la Universidad había tenido que ver cómo echaban a decenas de jóvenes talentos de manera expeditiva, talentos que en seguida emigraban a otros países más avanzados. Uno de los pocos estudiantes que pudieron retener fue precisamente David Ros. Pensar en David le puso de peor humor aún.

Strauss tampoco era hombre al que le gustase regodearse en los trámites; prefería despachar las cosas directamente, yendo a los hechos. Como si Strauss adivinase sus pensamiento le dijo directamente:

- No ponga esa cara, profesor Palermo: no le vamos a despedir, sino a reasignar a un puesto más digno de su categoría. Concretamente, como profesor titular de Universidad, con plaza fija.

Jan parpadeó unos segundos, incrédulo.

- No puede ser - dijo al fin - yo no tengo mis credenciales académicas, y son un requisito indispensable. Todos los documentos quedaron en mi país natal, y seguramente hace tiempo que fue pasto de las llamas.

- ¿Puede, por favor, abrir esa carpeta roja que tiene delante de Vd., profesor? - le dijo Strauss.

Jan, confuso, abrió la carpeta. En su interior estaba toda su vida académica, tal y como la había registrado la Universidad donde trabajó tantos años. Había incluso una copia de su expediente académico de los años de estudiante, su título de Licenciado, su título de Doctor, el resumen de su vida laboral y los diplomas acreditativos de todos los premios y méritos hasta el día aciago en que tuvo que salir corriendo con una mochila al hombro por todo equipaje.

- No... no puede ser - dijo Jan, y sin embargo todos los documentos parecían auténticos; como mínimo eran conformes con los originales. Levantó su mirada perpleja hacia Strauss, el cual sonreía satisfecho: aquel hombre era capaz de hacer lo increíble - ¿Cómo lo ha conseguido?

- Sígame. Aquí al lado hay alguien que quiere saludarle - le dijo Strauss, y continuaba sonriendo debajo de la cuidada barba; Jan no le había visto tan jovial en todos los meses que hacía que estaba allí. Y mientras caminaban a la sala de reuniones añadió: - Fue él el que me trajo personalmente sus documentos; se tomó muchas molestias para conservarlos, créame. Por mi parte, me he tomado la libertad de solicitar la homologación de todos sus títulos y méritos, profesor; he hablado personalmente con la Secretaría del Ministerio y me ha asegurado que sus documentos estarán legalizados antes de una semana.

Jan no se podía creer lo que le estaba pasando. Dudó un segundo antes de entrar en la sala de reuniones. La sala de reuniones era donde el personal científico se reunía para tomar té y - cuando había - café, en alguna breve pausa en medio del trabajo. Como auxiliar, Jan tenía vetado entrar en esa habitación si no era porque se le había convocado: una prohibición que nunca nadie le hizo explícita pero que él había comprendido rápidamente, como muchas otras. Aquella Universidad era el último reducto del saber en cientos, quizá miles, de kilómetros a la redonda, y quizá por eso se reafirmaba en ese respeto reverencial a la jerarquía intelectual, que Jan encontraba asquerosamente clasista.

Dentro de la sala le esperaba Ángel Sancho.

El profesor Ángel Sancho era un compañero del departamento de Jan Palermo en los días anteriores a la barbarie. Jan tenía una buena relación con él, aunque los últimos años antes de la fuga se veían muy poco - generalmente con un par de cervezas por el medio - debido a que Ángel había entrado en el equipo rectoral. Jan estaba sorprendido de ver a Ángel allí, pero lo que realmente le conmovió fue verlo tan desmejorado: había perdido mucho peso - Ángel, que siempre había sido un hombretón - y su ropa estaba sucia y arrugada como si hubiera dormido durante días con ella puesta. Pero lo que más le impresionó fueron sus ojos: las profundas ojeras, los ojos ligeramente borrosos, húmedos. Jan no pudo evitar ir hacia su antiguo colega y darle un profundo y sentido abrazo, mientras su amigo se fundía en lágrimas.

- Ángel - le dijo - ¿cómo has conseguido llegar hasta aquí? - y separándose de él para mirarle a los ojos - ¿por qué estás aquí?

La segunda pregunta, en realidad, no tenía demasiado sentido: obviamente Ángel había huido de la barbarie, y por su aspecto estaba claro que no había sido un viaje cómodo. Sin embargo Ángel no había huido de la misma jauría de la que tuvo que escapar Jan: mucho más hábil políticamente, Ángel había conseguido negociar con el Presidente y colaboró durante años para mantener un cierto status a cambio de informes sobre cuestiones técnicas diversas con los que el dictador manipulaba a la opinión pública.

- ¿Sabes, Jan? - le decía Ángel bajando los ojos - no estoy nada orgulloso por lo que hice aquellos años.

- Ssssstt. Lo sé, Angel - la voz de Jan era calmada, infundía tranquilidad; era la voz de un hombre que ya había hecho su propia penitencia, que había alcanzado su propio nirvana tras un largo proceso de expiación - Simplemente intentabas sobrevivir. Nadie te puede culpar por ello - y al decir esto Jan volvió la mirada a Strauss, quien observaba la escena impasible, posiblemente porque no entendía el idioma.

- Quizá tengas razón, Jan. No lo sé. Por mi culpa muchos de nuestros colegas acabaron en el exilio o en campos de concentración.

"Vaya, por fin llamamos a las cosas por su nombre. Campos de concentración", pensó Jan.

- Pero llegaron los invasores, ya sabes. Entraron como perros rabiosos, buscando su presa, buscando desgarrar la carne, y nos atacaron al cuello - añadió Ángel, tan excitado que le faltaba el aliento.

"Este Ángel, siempre tan retórico - y tan dado a la dramatización", pensaba Jan y no pudo evitar una media sonrisa que tuvo que esconder para no ofender a su pobre amigo.

- La República os aplastó con su maquinaria de guerra - añadió Jan con aplomo, por continuar en la línea teatral iniciada por su amigo y hacerse disculpar su desliz expresivo.

- ¡La República y tu querido pupilo! - la voz de Ángel era casi un alarido - ¡Mira, mira al maldito cabrón, en lo alto de esta tanqueta!

Ángel le había extendido un recorte de periódico. No era de un diario de su nación natal - donde la invasión había sido tan fulgurante que prácticamente no había habido reacción - sino de un conocido rotativo extranjero, y lo que mostraba era otra invasión, la del segundo país que sometió la República. Daba lo mismo: Ángel veía en aquella imagen lo que había sucedido en su casa, y en el fondo no era tan diferente. Leyó el pie de página; entendía lo suficiente de alemán como para comprender que David Ros había asumido las operaciones de ocupación, como seguramente lo había hecho en su país natal. El pie de foto decía "Coronel Ros", y, efectivamente, David vestía de militar. ¡Y de coronel, nada menos! Realmente la degradación de la República era total, si en un puñado de meses elevaba a tal categoría a un niñato advenedizo. La degradación, y la desesperación. Y una capacidad de manipulación por parte de David Ros de todos los inútiles que le rodeaban nada despreciable... Imaginó dónde se había ganado David los galones: en el campo de batalla. Y no se equivocaba: la codicia de David no tenía límites, y dirigía personalmente algunas de las operaciones más arriesgadas para garantizar que los materiales que le interesaban no sufrían ningún mal. Todo en pro de la República.

Jan suspiró. El miedo nos lleva a hacer locuras, él lo sabía bien. El miedo nos lleva a agredir sin provocación, reflexionó, y el miedo de David era cuatro veces más grande que el de Jan porque tenía mujer e hijos. En realidad debía ser peor, porque aunque no lo admitiera David Ros conocía tan bien el problema del peak everything como Jan Palermo, y por eso por fuerza sabía que su empresa estaba condenada a una derrota final total e inapelable.

Jan volvió de sus pensamientos y se centró en Ángel:

- Ángel, nunca podré pagarte por lo que has hecho hoy por mi. Estoy en deuda contigo.

- Oh, tranquilo, Jan; no es nada personal. Simplemente huí con todo el fichero de profesores del Departamento; no podía permitir que David se dedicase a buscarlos para esclavizarlos. Aunque, después de las visitas obligadas a los campos de concentración, el fichero no era tan voluminoso - dijo Ángel, señalando un simple archivador de cartón.

- Supongo que tu expediente también está ahí dentro.

- Por supuesto.

- Pues quizá herr profesor Strauss puede conseguirte un trabajo en este prestigiosa universidad - y dirigéndose a Strauss en alemán (idioma que Ángel desconocía) le dijo: - Creo que hemos encontrado mi sustituto perfecto en el laboratorio.


Durante los años siguientes la vida pasó tranquila para Jan y los otros desterrados que habían recalado en aquel pequeño país entre las montañas. Pero la guerra del magnesio se fue extendiendo como una mancha de aceite a su alrededor, rápidamente sometidos al yugo de la República, paradójicamente aliada de la mayoría de ellos unas pocas décadas. La  superioridad mecánica de los republicanos y, sobre todo, su energía inagotable les lleva a derrotar rápidamente país tras país, pero también a aumentar de manera aún más rápida su consumo y su necesidad de encontrar nuevos recursos. Jan seguía con congoja la evolución de los acontecimientos. Por la prensa supo que David llegó a ser el general más joven de la República, saltándose el escalafón y dejando posiblemente muchos agraviados por el camino, pero nada era bastante para su ambición. David había comprendido que la única manera de asegurar el suministro de materias primas de los países ocupados hacia sus muy rentables plantas de energía Tesla era desde el Ejército, y de ahí su interés en seguir una rápida carrera militar, apoyándose en su amistad con el Presidente de la República y sin importarte cuantos militares de carrera tuviera que pisotear en su loca carrera a ninguna parte. Pero mientras la vida de David era una frenética huida hacia adelante, pensando en el nuevo bastión a someter la misma noche que ponía la bota en su última conquista, Jan se sentía relativamente a salvo en su nuevo hogar. El pequeño país, con una larga tradición de neutralidad a lo largo de los años y las guerra, tenía tres factores a su favor. En primer lugar, no tenía nada de magnesio - la industria fue rápida y hábilmente reconvertida, no dejando materiales sin utilizar, y gracias a su producción boscosa la madera era entonces la materia prima fundamental. En segundo lugar, las altas montañas que constituían sus fronteras y el frío en ellas eran una barrera natural para los no habituados. Y en tercer lugar, la población tenía un gran espíritu de cooperación en la adversidad y todo el mundo recibía formación militar durante dos años, con lo que el país estaba siempre presto a hacer frente a cualquier emergencia.

Pero cuando más seguro y confiado se sentía Jan, cuando el ardor guerrero de la República se había visto muy reducido, agotada como estaba por el esfuerzo militar de las repetidas guerras de conquista y por los crecientes costes de controlar un vasto territorio varias veces mayor que la propia República; en suma, cuando parecía que la paz volvía a la vieja Europa la tranquilidad en la que vivía Jan demostró ser más frágil de lo que se creía. Una fría mañana le llegó una falta noticia: la República exigía la extradición inmediata e incondicional de Jan Palermo por alta traición. Habían pasado cinco años desde que había escapado de la República pero aún así el pliego de la acusación era terminante: Jan Palermo era acusado de haberse llevado consigo secretos de Estado, y más concretamente los planos de la nueva generación de tremogeneradores. 

La incredulidad inicial de Jan al serle comunicada la orden de extradición por parte del funcionario del Ministerio de Justicia dejó paso a una reflexión sombría. Se dió cuenta de que David estaba entre la espada y la pared. Obviamente el truco del magnesio ya no tenía más recorrido; David se había paseado con el ejército de la República por media Europa y estaba claro que no quedaban más que cantidades marginales de magnesio metálico repartidas por aquí y por allá. Paradójicamente, el magnesio que aún podría saquear la República era más que el que tenía cuando Jan instaló los primeros tremogeneradores de Tesla, pero con las necesidades de la nueva Gran República y, especialmente, de su ejército lo que quedaba era una miseria. La tragedia de la función exponencial, una vez más. David necesitaba, y desesperadamente, nuevos trucos; pero después de tantos años de huir hacia adelante y a un ritmo acelerado, siempre preocupado por las nuevas conquistas, por las cadenas de suministro, por las nuevas plantas... le habían dejado agotado de ideas. David necesitaba a Jan para aportar nuevas conceptos. Ya había exprimido hasta la extenuación y la muerte a los investigadores del CIET, ya no tenía nadie más a quien recurrir. David necesitaba a Jan para salvar su propio pellejo. 

Los términos de la solicitud de extradición eran tajantes, imperiosos, arrogantes; reflejaban claramente el alma de la nueva República. La República no negociaba: exigía. La República no pedía: cogía. La República le daba al pequeño país que acogía a Jan un ultimátum de dos días para que lo entregase; de otro modo, "la República tomaría las medidas necesarias para tomar la custodia del reo". Por si no quedaba claro, más abajo se decía explícitamente que la no entrega de Jan implicaría la guerra; se veía claramente que el texto había sido redactado por varios manos, de la más educada a la más embrutecida. 

Jan había llegado a amar aquel remanso de paz y civilización, y no quería verlo profanado y destruido por la República. Recordó las imágenes de su ciudad natal en llamas. No, nunca más. Así que le dijo al funcionario que quería entregarse para evitar males mayores. El funcionario, un tipo alto, rubio y con los ojos pequeños de un azul intenso sonrió debajo del discreto bigote y le dijo: "Aquí no hacemos las cosas así. Ésta es una nación civilizada, profesor Palermo". Doce años después volvía a oír casi las mismas palabras de aquel gendarme en la frontera de su país con la República, pero esta vez no había cinismo en ellas, sino honradez.

La extradición de Jan fue sometida a votación de la asamblea local aquella misma noche, dada la urgencia de la situación. Jan habló a la asamblea y explicó que conocía bien a la República y que no quería perjudicar al pequeño país. Pero después de él hablaron muchas personas, alabando el buen trabajo que había hecho por la comunidad. Incluso el propio Wilhem Strauss hizo una defensa breve y concisa pero contundente de por qué no podrían dejarse expoliar por la República, que si cedían entonces tendrían que ceder siempre. La asamblea votó por sobrecogedora unanimidad no acceder a la petición de la República. El pueblo, orgulloso, se preparó para marchar a la guerra, una guerra donde se jugaba su razón de ser.

La defensa comenzó a prepararse en las montañas, mientras las columnas del ejército invasor avanzaban hacia la frontera. 

- Definitivamente - dijo Jan para sí mismo pensando en aquella mañana doce años atrás, en la Ciudad Universitaria - debí haber abandonado a David en Madrid. 


Antonio Turiel.
Junio de 2013

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