lunes, 8 de julio de 2013

Un futuro sin más (VII): La nueva Florencia


[Las personas y situaciones que aparecen en este relato son completamente ficticias. Cualquier parecido con personas o hechos reales será siempre mera coincidencia]

[Capítulos anteriores de este relato: primero, segundo, tercero, cuarto, quinto y sexto]

Justo después de adoptar a Margueritte Jan empezó el proyecto de la primera planta piloto. Para su emplazamiento escogió una pequeña parcela que había sido propiedad de Strauss. Cuando aceptó la herencia, esa parcela le pareció una excentricidad del viejo profesor: se trataba de media hectárea, poco productiva agrícolamente, en una zona pedregosa y cercana a Zurich. No era fruto de una herencia previa, como pudo comprobar en los papeles de registro: Strauss la había adquirido poco antes de la muerte de su mujer. Pero cuando Jan empezó a buscar un emplazamiento idóneo para la planta piloto, con los magros recursos de los que disponía, se dio cuenta de que aquella parcela reunía una serie de características extremadamente idóneas para la generación con la nueva tecnología (a la cual bautizó como SPEG, siglas de Strauss Palermo Energy Generation). Era tan apropiada para ese fin que a Jan no le quedó la menor duda de que Strauss seguramente se había pasado meses buscando un emplazamiento tan idóneo y, por lo que vio en el registro de la propiedad, la había pagado generosamente... para nunca en su vida poner los pies en ella.

Conseguir los materiales para la planta no era fácil. Los suministros escaseaban y eran caros. Jan tuvo que hacer una gran inversión de su propio bolsillo para que los trabajos avanzasen, y continuamente pasaba por aquel lugar para supervisar las obras. Algún instrumental clave lo tomó prestado del laboratorio, con la excusa de hacer medidas de campo. Tal forma de proceder casaba tan poco con la mentalidad germánica de Zurich que nadie se imaginaba lo que estaba haciendo por inconcebible que era su comportamiento, pero afortunadamente para Palermo él era mediterráneo y le resultaba perfectamente concebible actuar así, aunque lo hacía no sin recelos. Sabía que lo hacía por un bien mayor para Suiza y para la Humanidad, pero aún así su margen de maniobra era limitado: si se sabía que estaba desviando material del laboratorio para un proyecto propio le expulsarían de la universidad sin más. Así que debía ser cauto, y en ocasiones mentiroso.

La construcción de la planta piloto no era, sin embargo, la única de sus preocupaciones. Adoptar a Margueritte fue un gesto noble por su parte, pero a pesar de su carácter previsor el profesor Palermo no había anticipado que tener un niño a su cargo, aunque ya fuera un poco crecidito, implicaba una cierta carga de trabajo adicional. Por ejemplo, la niña tenía que ir a la escuela. Jan la apuntó a la escuela que dependía del liceo que dependía de su misma universidad; el arreglo era muy conveniente porque la educación era de gran calidad y a los profesores de aquella universidad la matrícula les salía prácticamente gratis. Margueritte no había ido nunca a la escuela y no sabía apenas leer y mucho menos en alemán, así que cada noche tenía que repasar sus deberes con Jan durante horas, y por ella Jan redujo sus horas de servicios sociales. Margueritte tenía una mente despierta y con la ayuda de Jan consiguió alcanzar a sus compañeros de curso tras un par de años de escolarización. Pero la llegada de Margueritte implicaba también realizar muchas tareas domésticas fundamentales; por ejemplo, tener a punto el desayuno y la cena a horas convenientes. Jan trabajaba sin descanso en el laboratorio y montando la planta piloto, y entre eso y las horas de estudio con Margueritte simplemente no le llegaban las horas.  Pudo solventar esta cuestión pagando un ama de llaves (su sueldo y algunos pequeños proyectos industriales que hacía por encargo de la universidad hacían que se lo pudiese permitir; "mi trabajo en la Universidad tiene una buena TRE", pensaba a veces irónicamente). Pero, más importante que eso, tener la niña en casa le obligaba a compartir su espacio vital, después de tantos años viviendo solo. Porque progresivamente Margueritte fue ocupando una porción cada vez mayor de la vida de Jan. Al principio la niña era bastante recelosa, aunque siempre trató a Jan con corrección; pero a medida que fue cogiendo confianza con su padre adoptivo le iba haciendo más preguntas y Jan, que tenía una gran vocación pedagógica, vio en ella la alumna perfecta para ir moldeando desde la infancia, aunque le costó un tiempo comprender que una niña de ocho años tiene sus ritmos de aprendizaje, que debía alternar con el juego y con otras actividades. Lo que más conmovió la vida de Jan fue, justamente, haber de participar (o intentarlo) en los juegos de su nueva pupila, tarea que le resultaba ingrata por considerarla una pérdida de tiempo pero que se autoexigía cumplir, y que con el tiempo llegaría a agradecer.

La niña no explicaba gran cosa de su vida anterior. A veces Jan la veía llorando en algún rincón de la casa, sin que él pudiera conocer el motivo, pero Jan, tímidamente, no osaba perturbarla en aquellos momentos. Hasta que un día que salía a arreglar el jardín como cada martes y jueves se la encontró llorando al lado del pozo y, conmovido por aquellas lágrimas infantiles, le preguntó su por qué. Ella le dijo que echaba de menos a su padre y sobre todo a su madre. Jan sintió la misma congoja que el día que la recogió de la calle. Entonces le explicó el origen de la casa, cómo el profesor Strauss había cuidado del jardín de su mujer cuando ésta murió y de cómo Jan se hacía cargo de ese mismo jardín, ahora que ambos habían muerto. 

- De alguna manera - le dijo Jan - los Strauss siguen viviendo aquí porque nosotros cuidamos su jardín. Ellos me dieron lo que yo necesitaba y yo mantengo vivo su recuerdo. Tú puedes hacer lo mismo: mantener vivo aquí el recuerdo de tus padres. ¿Había alguna flor que le gustase especialmente a tu madre?

- Las rosas - dijo Marguerite, secándose las lágrimas con las palmas de las manos.

- Muy bien. Pues hoy mismo iremos a comprar unos bonitos rosales que instalaremos en aquel parterre de allá.

- Yo creo - dijo Margueritte - que estarían mejor a este lado del pozo.

- Como tú desees, pequeña.

Después de aquel día, Margueritte dedicaba sus horas fuera de la escuela y tras hacer los deberes a cuidar del jardín. Y sucedió que aquel jardín ganó una belleza que seguramente no había visto en años. Pues Wilhem Strauss había cuidado del jardín de su difunta esposa como el que ejecuta una estrategia militar, con precisión pero sin armonía, y Palermo había simplemente seguido un protocolo escrupuloso, asegurándose que cada tipo de planta tenía las condiciones de humedad y nutrientes adecuadas y que las malas hierbas y los insectos no las agobiaban. Pero Margueritte introdujo en aquel jardín sentimiento; más que un producto estandarizado y pulcro, la niña hizo del jardín un espacio armonioso y un remanso de paz y alegría. Un día que volvía especialmente cansado de intentar resolver algunos problemas en la planta se sentó un rato en el porche de la casa, que daba al jardín, y se quedó maravillado al ver en qué lo había convertido Margueritte en muy pocos meses. La niña se le acercó sonriente y comenzó a hablar sobre sus planes para los gladiolos y las siemprevivas y los arbustos de la cerca y tantas otras cosas que Jan fue incapaz de oír, pero miraba a su pupila bañada por la luz del atardecer como si viera un ángel en el paraíso terrenal que había creado en aquel pañuelo de tierra.

Jan tardó quince meses de esfuerzos, grandes inversiones y sobresaltos en terminar la primera planta SPEG. Durante aquellos meses Jan dudó muchas veces de si era sensato acometer aquella empresa sin contar con inversión adicional, pero para él era clave mantener siempre el control de la tecnología: sin control, los hombres se lanzarían a una nueva loca carrera por destruir el mundo y esta vez lo conseguirían. Pero hacer las cosas de esta manera comprometía el patrimonio de Jan, lo cual no le preocupaba sobremanera, teniendo en cuenta cuántas veces había estado a punto de perder mucho más que eso. Sin embargo, por primera vez en su vida tenía a más gente a su cargo. Estaban Colette y sus hijos, que todavía eran demasiado jóvenes para trabajar, en un país nuevo que aún estaba intentando encontrar su equilibrio y que a veces entraba en guerra (afortunadamente solventada tras unas pocas escaramuzas) con lo que en otro tiempo también había sido Francia; pero esos meses de ruido de sables eran fatales para la economía de la viuda del General Ros, puesto que Jan no tenía manera segura de hacerle llegar el dinero. Y por otro lado estaba Margueritte; se la veía tan feliz en su nueva casa y en el colegio, y sobre todo en aquel vergel en que había convertido el jardín. Jan podía sufrir él todas las humillaciones que fueran precisas, pero no podía permitir que aquella niña preciosa volviera al arroyo de donde la había rescatado. Así que Jan no se podía permitir fallar esta vez.

Y no falló. La planta SPEG entro finalmente en marcha, justo antes del invierno de aquel año. A su inauguración invitó a altos cargos del Ministerio de Educación Superior e Investigación y del Ministerio de Industria, y la demostración fue un éxito. Jan tenía miedo de que alguien se pensara que intentaba hacer un nuevo timo como el de los tremogeneradores de Tesla, pero comprobó que curiosamente mucha gente no era ni consciente de que lo que había hecho en Francia era un estafa. Después de todo incluso en Suiza la gente era bastante ignorante, al menos en lo que aspectos técnicos fundamentales para su futuro se refería.

La nueva fuente de energía renovable tenía un rendimiento excelente, y podía ser aprovechada directamente como fuente de calor como para producir impulso mecánico o incluso, conectada a un alternador, generar electricidad. Jan explicó que, escaseando materiales fundamentales como el cobre (la mayor parte del cobre venía del reciclaje, penosamente realizado a mano, ya que el comercio internacional hacía tiempo que era un vago recuerdo del pasado y no había minas de cobre en Europa dignas de ser explotadas) no resultaba conveniente centrarse en la generación de electricidad; además, la conversión de energía mecánica en electricidad implicaba pérdidas mayores del 20%, a las que después cabía acumular un 20% adicional por pérdidas de transformación y transporte. Por tanto, él sugería intentar aprovechar el potencial mecánico directo: si en vez de producir y transportar electricidad para su uso en fábricas lejanas se instalaban fábricas al lado de la central y éstas tomaban la energía mecánica directamente mediante poleas, correas y sistemas de transmisión, se podía tener un aprovechamiento de casi el 100% de la energía generada por la planta SPEG. 

- Es el Segundo Principio de la Termodinámica - explicaba Palermo - Vds. generalmente lo habrán oído formular como principio del aumento de la entropía, pero también se puede entender como una ley de peaje energético. Es decir, cada vez que hay una transformación de energía de un tipo -mecánica, calor, eléctrica- a un tipo diferente se ha de pagar un peaje, y este peaje es tanto mayor cuanto más diferentes son entre sí esos dos tipos. Por ejemplo, conectar una correa a esta turbina rotatoria para accionar aquella máquina es muy eficiente, pues transformo movimiento mecánico en movimiento mecánico; pero si uso vapor de agua para mover la turbina la eficiencia baja al 50%, y si encima quiero generar electricidad se queda en un miserable 35%.

Las autoridades asentían, sin realmente entender nada, pero estaban satisfechas por lo que parecía ser el fin de la penuria energética.

La primera planta de Jan Palermo fue un gran éxito comercial: los ricos querían electricidad, las fábricas querían impulso mecánico y los hogares requerían calor para cocinar y para calefacción. La potencia de la planta era tal que conseguía abastecer buena parte de Zurich ella sola, aunque se tuvieron que instalar algunas conducciones nuevas y reaprovechar algunas antiguas. Con los beneficios del primer mes de explotación Jan pudo reponer el material que había sustraído del laboratorio e incluso hizo una generosa donación a la Universidad, con lo que por fin pudo respirar tranquilo.

Los remanentes de energía de la primera planta SPEG eran tantos que Jan le acopló una factoría para la síntesis de fibra de carbono y de grafeno, con la ayuda de los mejores especialistas de su universidad. La fibra de carbono, material ligero y resistente, hacía más fácil la construcción de la segunda planta, en tanto que el grafeno permitía mejorar enormemente la conductividad eléctrica de ciertos elementos clave. Ambos materiales eran muy costosos energéticamente, con muy poca exergía - especialmente el grafeno- pero tenían la ventaja de poderse sintetizar a partir del muy abundante carbono atmosférico; incluso, pensó Jan, si las plantas SPEG se extienden se podría conseguir una reducción de los niveles de CO2 atmosférico y detener el proceso de calentamiento global. Sin embargo, llevaría décadas llegar a producir una disminución perceptible. Por otro lado, la síntesis del grafeno era tan costosa, incluso con las mejores técnicas disponibles, que su uso tenía que estar restringido a aplicaciones en las que se demostrase que la energía necesaria para su síntesis era inferior al ahorro de energía por su uso, lo cual no pasaba tan frecuentemente.

En un tiempo récord de seis meses la segunda planta estuvo lista para funcionar. Basada en fibra de carbono, era más ligera, eficiente y funcional. Jan empezó a ganar mucho dinero y a ser un hombre muy popular en Suiza, y le empezaron a llover ofertas para instalar nuevas plantas por todo el territorio helvético. Jan llevaba meses preparando un plan de reindustrialización equilibrada de Suiza, y con el gran potencial que tenía en sus manos empezó a ejecutarlo. Su sistema era simple: primero, planta SPEG de alta capacidad basada en fibra de carbono, y con elementos de grafeno para las unidades de transformación eléctrica más exigentes; después, una nueva fábrica de fibra de carbono y grafeno; y por último, favorecer la implantación de factorías adyacentes que se aprovechen de la abundancia de energía y materiales. Una planta por ciudad, dos si ésta es muy grande. Con este plan en la cabeza, Jan comenzó la expansión, y con su avance cada vez ganaba más dinero. Dinero. 

- A fin de cuentas - le explicaba a Margueritte mientras volvían a casa después del colegio -el dinero es sólo un token, un símbolo, una representación de los excedentes de energía, de la capacidad de hacer trabajo. Mis ahorros representan mis excedentes de energía de ahora convertidos en una energía almacenada, pero sólo virtualmente, simbólicamente.

- No entiendo eso, Jan - la niña siempre le llamaba por su nombre.

- Mira - y se sacó un franco suizo del bolsillo- Convenimos que un franco suizo equivale, digamos, a mil kilocalorías - y para que la niña le entendiera dijo - a la energía que nos da una barra de pan

- Es verdad - dijo Margueritte - en la panadería de la parte baja de Zurich te venden barras de pan por un franco.

- Vale. Pues  yo tengo ahora en el banco, cuánto, ¿un millón de francos? Es decir, mil millones de kilocalorías, un billón de calorías. Pero yo no tengo necesidad de usar toda esa energía: ¡eso es como un millón de barras de pan! - Jan disfrutaba viendo la sonrisa de Margueritte al imaginarse esa montaña de pan - Así que cedo toda esa energía a otra gente que sí que la necesita ahora, y ellos a cambio me dan todos esos billetes. Cada billete es un vale; un compromiso de las personas que me los dan, en realidad del Banco de Suiza, de que cuando yo necesite toda esa energía alguien a quien en aquel momento le sobre me la dará, gracias siempre a la mediación del Banco de Suiza. Así todos tenemos lo que queremos cuando lo necesitamos, ¿ves qué bien? Pero hay un problema con todo ese esquema. ¿Sabes cuál es?

Margueritte hizo que no con la cabeza.

- Pues se presupone que cuando yo la reclame habrá toda la energía que yo pida. Lo cual es un problema si yo acumulo más y más billetes, si la gente me paga por todo lo que les puedo dar, porque si un día reclamo mi energía de golpe (por ejemplo, porque quiero construir un palacio) - y Margueritte sonrió de nuevo; se imaginaba, probablemente, como una princesa en ese palacio, y la idea también le hizo sonreír a Jan - nos podríamos encontrar con que no me la podrían pagar, o que para pagarme toda la gente debería dejar de hacer lo que estaban haciendo para pagarme... ¡incluso dejar de comer!

Margueritte se llevó la mano a la boca, entre divertida y escandalizada.

- Esto, que parece una barbaridad, en realidad pasó de verdad, afortunadamente mucho antes de que tú nacieras, Margueritte. El Hombre había construido un sistema muy eficiente, que creó mucha riqueza en esta parte del mundo (aunque en otras se morían de hambre), pero que necesitaba disponer de mucha energía. Peor aún: el sistema necesitaba cada vez más energía, porque no se nos ocurrió nada mejor que pedir que por dejar la energía que nos sobraba nos tuvieran que devolver todavía más. Y más. Y más. Al final nuestros vales sobre la energía que alguien tendría que pagar representaban muchas veces la energía que había disponible en el mundo. Y por si eso no fuera lo suficientemente malo, pasó que un día las fuentes de energía que alimentaban a nuestra sociedad empezaron a dar cada vez menos energía.

Margueritte le miraba, asombrada:

- ¿Y por qué, Jan? ¿Por qué de repente esas fuentes daban menos energía?

- Bueno - continuó su peripatética lección Jan - en realidad no fue de repente. En realidad había habido muchos avisos, y muchos científicos, como yo, habían avisado muchas veces de este problema. Resulta que las fuentes que explotábamos eran lo que se dice "no renovables". Es decir, que se usan una vez y después ya no se vuelven a tener. Eran sustancias que se pueden quemar, formadas en épocas antiquísimas, cuando la Tierra era joven: petróleo, carbón, gas, uranio... esas cosas que has estudiado en los libros de Historia. Todavía hay de todo eso; de hecho, se produce aún mucho de todo ello, pero es que los problemas comenzaron no cuando se acabaron el petróleo, el carbón, el gas natural o el uranio (porque ni se acabaron ni se acabarán en siglos) sino que su producción no se pudo seguir aumentando, y empezó a disminuir.

- ¿Y por qué no se pudo seguir aumentando la cantidad de petróleo o carbón que sacábamos? ¿No podían simplemente poner más gente a excavar, o usar más máquinas grandes?

- En realidad, Margueritte - y aquí Jan sonreía maliciosamente, puesto que la había llevado al punto que quería discutir - es que llegó un momento en que el petróleo que quedaba estaba más escondido, más disperso, más profundo... y para extraerlo se gastaba más y más energía. Llegó un momento que para aumentar la producción se tenía que gastar más energía que la que nos daba el petróleo extraído.

- Bueno, eso no tiene sentido. Perderíamos energía, pero necesitamos energía pues es lo que mueve las máquinas y toda la sociedad.

- ¡Efectivamente! - dijo un Jan Palermo exultante - y por eso en un momento determinado tenemos que dejar que los campos de petróleo, de gas, de uranio, de carbón... vayan dando cada vez menos, porque ya no sale a cuenta ampliarlos.

- Es lógico - dijo Margueritte, pensativa.

- Es lógico - repitió Jan - pero no te puedes imaginar cuánto costó que la gente lo entendiera. Había mucha gente que pensaba que todo era cuestión de gastar más dinero, sin entender que el dinero no era la energía para abrir los pozos o excavar las minas, sino un vale por esa energía. Y aún cuando empezaron a ver que la energía era demasiado cara todavía se hicieron muchas locuras; se explotaron las arenas bituminosas del Canadá, el gas y el petróleo de esquisto, el uranio de los fosfatos...

Margueritte ponía cara de no entender de qué le hablaba. Jan comprendió que la lección de ese día debía llegar a su fin.

- En resumen - dijo Jan, bajando la vista y la voz - no entendimos que no habría suficiente energía para poder mantener un sistema siempre creciente, y cuando faltó en Europa (otras naciones más poderosas sí que pudieron mantener su parte) la gente que tenía mucho dinero pidió que se le pagase aunque se condenase a la ruina y al hambre a sus semejantes. Mucha gente se quedó sin trabajo, sin casa, sin comida... sin futuro. La sociedad se volvió loca y en un momento nos echaron la culpa de todo, entre a otros muchos, a los científicos.

- No es justo - dijo Margueritte, determinada - Eso no volverá a pasar, ¿verdad, Jan? - y le miró con sus grandes ojos, suplicante.

- No - dijo Jan - No si yo puedo evitarlo.


Si había algo que Jan temía es que, en aras del progreso y del crecimiento económico, la Humanidad volviese a caer en los mismos errores y que esta vez los problemas que causase ya no se pudieran solucionar. El Gobierno de Suiza le pidió varias veces que le cediese la tecnología, pero Jan nunca accedió a revelarla. Le sugirieron que pidiera una patente, y que de hecho era lo mejor que podía hacer para proteger sus intereses comerciales. Pero Jan sabía de sobras que una patente es una publicación. Una patente es un documento en el que demuestras que has inventado algo y que prohíbes a los demás explotarlo sin pagarte unos derechos, pero, al haberlo publicado, ¿qué impediría realmente que lo copiasen sin pedirte permiso? No era ésa una época en la que uno pudiera esperar que las leyes se aplicasen, y menos fuera de Suiza. Además, la patente expira al cabo de 20 años, tras los cuales el invento pasa a ser de dominio público y todo el mundo puede usarlo libremente. Jan no tenía la más mínima esperanza de que en 20 años la Humanidad hubiese comprendido la necesidad de respetar los límites que le impone su propio hábitat, que le impone el planeta. Así que se negó una y mil veces a patentar o a revelar sus secretos.

La única posibilidad que le quedaba para que su obra continuara residía en encontrar alguien de confianza para transmitirle sus secretos. Pero se estremecía pensando en un nuevo David Ros. Así que decidió crear esta persona de confianza, modelar a esta persona desde su niñez, enseñándole la verdad del mundo y la necesidad de respetar sus límites. Decidió que algún día Margueritte gestionaría las plantas, y por tanto puso aún más empeño en su educación, tanto técnica como humanística. Para evitar que Margueritte creciera como una niña consentida, la vida en la pequeña casa de Strauss era correcta pero austera. A pesar de que Jan Palermo era un hombre rico en aquella morada no había muchos platos, ni cubiertos de plata, ni cristal fino, ni mucha comida, ni muchos juguetes. Nada de eso parecía importarle a Margueritte, que jugaba feliz con otras niñas, o se pasaba horas arreglando aquel jardín. Jan observaba con orgullo que los razonamientos de la niña eran cada vez más atinados, más profundos; acababa de cumplir 10 años y ya era toda una señorita con la cabeza sobre los hombros y los pies sobre la Tierra. Por aquella época Jan dejó de prestar servicios sociales; era un hombre demasiado notorio y en realidad con sus aportaciones económicas y en especie podía conseguir mucho más que con sus manos. Así que, disponiendo de más tiempo libre, Jan tomó como deber escrupuloso el ir a buscar a la niña a la salida de la escuela cada día y disfrutaba conversando con su hija adoptiva en los largos paseos de vuelta a casa. Gracias a sus generosas aportaciones se sostenía tanto la propia escuela como su comedor.

Al cabo de otro año las plantas SPEG eran ya cuatro; su aporte energético comenzó a tener un impacto positivo en la agricultura y Suiza dejó atrás los años de hambre. Aparte de la mecanización, con mínima roturación y sin fertilizantes ni pesticidas (Jan conocía demasiado bien el desgaste del suelo que había originado la anterior agricultura industrial) una de las grandes aportaciones de las plantas SPEG fue producir agua mediante condensación y de ese modo se pudo paliar los ocasionales períodos de sequía que en aquella época azotaban el país. Los ingresos de Jan eran ya tan elevados que se podía permitir el lujo de destinar una parte importante a financiar una red nacional de escuelas con comedor todas ellas. Y ese mismo año y tras no pocas vicisitudes consiguió que Colette y sus hijos se mudaran a Suiza, aunque la viuda de su antiguo estudiante prefirió quedarse a vivir en la parte francófona del país. Jan personalmente financió la escuela del menor y el liceo del mayor, y un par de veces al año Margueritte y él iban a visitarles, aunque Colette nunca les devolvió la visita a Zurich.

Tres años más tarde de haber comenzado con la primera planta SPEG Suiza contaba ya con 16 plantas, con una potencia conjunta de 50 Gigavatios y capacidad de carga (tiempo efectivo que las plantas daban su máximo potencial) del 85%. Suiza florecía después de varias décadas negras y Jan era considerado un héroe nacional.

Jan promovía activamente la enseñanza de la sostenibilidad, dando él mismo cursos en las escuelas y liceos. Aunque no tenía cargo alguno en el Gobierno era muy influyente y consiguió que las enseñanzas en los liceos fueran muy prácticas, basándose en conocimientos aplicados en el mundo real y alejándose de academicismo excepto en las Humanidades, las cuales consideraba fundamentales para conseguir un correcto equilibrio emocional y espiritual en los alumnos. Él mismo enseñaba economía crítica comparada en su Universidad, mostrando los errores de los sistemas económicos anteriores al ignorar que la economía es un subsistema del mundo real y en particular del ecosistema humano,  y proponía como valor fundamental la economía ecológica.

Pero un día Jan sufrió un revés inesperado. Acababa de volver a casa con Margueritte, y mientras la niña se fue a cuidar el jardín - aquel día no tenía muchos deberes - él se puso a revisar la correspondencia. Una de las cartas venía del cantón donde quería construir la decimoséptima planta SPEG; se trataba de una comunidad rural a la cual la presencia de la planta ayudaría mucho en las tareas del campo. Sin embargo, la carta le comunicaba que reunida la asamblea cantonal ésta había decidido denegarle el permiso. Jan montó en cólera: ¿cómo era posible que esos campesinos ignorantes parasen así un proyecto fundamental para su desarrollo? Jan decidió que hablaría con el Ministerio para cambiar la decisión de la asamblea, y fue al jardín a decirle a Margueritte que debía salir un rato y que se quedaría sola con el ama de llaves. La niña notó que su padre adoptivo estaba furioso; le conocía ya muy bien, y con la pubertad su capacidad de intuición se había incrementado mucho.

- Margueritte - dijo Jan - tengo que salir un rato. Te quedas sola con el ama.

- Muy bien - dijo Margueritte, y añadió - ¿a dónde va, padre?

Margueritte raramente llamaba padre a Jan. Con cierto fastidio Jan respondió:

- Voy al Ministerio, a arreglar un asunto - y al ver que Margueritte alzaba la vista, inquisitiva, comprendió que no podía dar una explicación tan vaga; justamente él había enseñado a la niña a no conformarse con medias explicaciones y con intentar siempre saber la verdad de las cosas. Así que suspiró, sabiendo que le debía una explicación y que le llevaría un rato - Me han denegado permiso en un cantón para construir una nueva planta.

- ¿Y por qué le han denegado el permiso, padre? - dijo Margueritte mientras podaba las rosas.

- ¡Pues porque son unos necios! - dijo airado Jan - No son capaces de ver que la nueva planta les ayudaría mucho.

Margueritte se le quedó mirando unos segundos, pensativa. Y luego dijo:

- ¿Sabe, padre, que a mí me gustan mucho las rosas? Me recuerdan mucho a mi madre.

Jan asintió. Aquellas rosas habían salvado a la niña de la melancolía, y Jan agradecía a aquel jardín el poder tener con él a Margueritte, su gran promesa de futuro.

- ¿Recuerda que al principio quería llenar todo el jardín de rosas? ¿Incluso el bocal del pozo?

Jan se sonrió, recordando el episodio.

- Al final lo único que conseguí es que murieran la mitad de los rosales. Además en otras partes del jardín no se podía ni entrar, de tantos rosales que había. Y es que toda rosa tiene sus espinas. No podemos tener la belleza sin sufrir sus consecuencias, y a veces es más bonito quedarse con menos que con más. Ahora el jardín no se ve tan abarrotado y tengo diversidad de flores y plantas, y las rosas destacan mucho más, cuando antes se veían casi como una mala hierba, una plaga que todo lo cubría.

Margueritte exageraba, pero por supuesto Jan entendió lo que le quería decir. Demostrando que había aprendido bien las lecciones de su maestro, la niña añadió:

- Dieciséis plantas SPEG son suficientes para un país tan bonito como Suiza. Ahora mucha más gente vive del campo y tenemos las fábricas que realmente necesitamos para vivir bien. Ya no hay hambre y, gracias a Vd., padre, los niños no tienen que trabajar y reciben una buena educación. Más plantas significa más fábricas y hacer más cosas que realmente no necesitamos. Y si no sabemos parar al final más que las rosas lo que notaremos son las espinas - digo Margueritte, y volvió a sus labores de jardinería.

Jan estaba conmocionado. Su hija adoptiva había comprendido mejor que él lo que era la sostenibilidad. Ciertamente tendría que desaparecer toda la generación que, a su pesar, estaba impregnada de la idea del desarrollismo, incluso aquéllos que estaban más concienciados con los problemas ambientales y de los recursos, para que una nueva generación sin prejuicios floreciera.

Jan se avergonzó de la manera de la que había hablado del cantón que le había denegado el permiso; ellos y su hija le habían dado la lección más importante de su vida. Por otro lado, sentía una alegría incontenible al comprobar que Margueritte era una alumna tan aventajada. Con el corazón palpitándole con fuerza, le dio un beso a la niña en la frente, le dijo gracias y volvió a dentro de la casa, mientras ella siguió trabajando con una sonrisa en los labios. En la casa Jan escribió una larga carta agradeciendo al cantón haberle hecho comprender su error y alabando su compromiso con la sostenibilidad del territorio. Desde aquel día Jan se dedicó a mantener las instalaciones y a reparar las infraestructuras clave al tiempo que contribuía a desmantelar otras, frutos de los excesos de otro tiempo.

Con su nuevo bienestar, Suiza se convirtió en el faro de la cultura y la civilización. El Estado y los cantones fomentaban las artes y las ciencias. El país florecía. Se había convertido en la nueva Florencia. Jan había cumplido ya 65 años, y Margueritte ya era una adolescente. La vida transcurría plácida y tranquila.
 
Una noche de Abril las tropas alemanas se presentaron en la frontera. Querían la tecnología de las plantas SPEG, pero no querían negociar. Una vez más comenzaba la guerra. 

Antonio Turiel
Julio de 2013

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